De Robinson Crusoe, de Daniel Defoe (1661-1731), suele decirse que fue la primera novela que conectó con los jóvenes, sin haber sido escrita para ellos, debido a un planteamiento que llegó a ser una constante del género: un proceso de maduración personal a través de un enfrentamiento con las dificultades. Como su lectura resulta hoy ardua pero a la vez es un relato importante que conviene conocer, para muchos (adultos incluidos) puede ser adecuado leerlo en una versión que mantenga la tensión del argumento, que resuma bien las peripecias del protagonista, y que tenga unas buenas ilustraciones como las de la edición que cito, que son del australiano Robert Ingpen (1936-).
Defoe redactó su novela basándose en las peripecias de un marinero escocés, Alexander Selkirk, que había vivido varios años en la isla de Juan Fernández, cercana de la costa chilena. Robinson Crusoe sobrevive veintiocho años en una isla desierta, gracias a su ingenio y habilidad, y acabará teniendo la compañía de Viernes, un nativo al que Crusoe rescata de sus compañeros caníbales. Todo lo que le ocurre lo narra el mismo Robinson con un lenguaje sobrio y concreto, como de una crónica; expone su historia de forma veraz aunque los hechos sean inventados por él u oídos contar a marineros fanfarrones, y lo hace como si fuera un testigo, incluso cuando relata sus propias vivencias. Alterna descripciones de hechos externos con pensamientos e imágenes interiores; es en ocasiones extraordinariamente preciso y, en otras, siembra dudas usando expresiones como «más o menos» o «supongo», como lo haría cualquiera, artificio útil para resultar convincente y parecer veraz.
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